viernes, 24 de febrero de 2012

Mi receta

Toda la semana esperando el domingo, porque sabemos que los abuelos siempre nos preparan una grata sorpresa. Mis hijas y yo somos sus niñas preferidas y así nos lo hacen saber con sus caricias y mimos.
Cuando llega el sábado, nos levantamos muy contentas, ¡nos vamos a casa de los abuelos!
 Al llegar, su hogar como siempre, está impregnado de ese maravilloso olor que envuelve una casa entrañable y a la que yo tuve la suerte de pertenecer. La abuelita, mi madre,  en la cocina con su impecable mandil, prenda obligada, para ponerse delante de una cazuela. Todo preparado, pretendía hacer un guiso con su tomate, sus ajos, su pimentón, todo para hacer mi receta preferida pero…. ¡ese guiso a las niñas no les gusta! pensé y poco después tuve claro que no habría  problema, ahí estaba el abuelo, sin mandil, pero con muchas ganas de complacer a sus niñas. Sartén en mano, agua, aceite, ajos sal y harina, y…ahí está  dispuesto a prepararnos, la comida mejor de la semana.
 Se fríe el aceite y se aparta, se calienta el agua a punto de hervir y se añade la harina y… vueltas y vueltas y de vez en cuando un poco de ese aceite ya frito, y ahí está lo más importante, el abuelo preparando esas migas y nosotras, las tres, mirando con nuestras manos puestas haciendo de plato, para degustar los primeros “pegaos”. De pronto, el abuelo coge la sartén, y nuestro corazón se  encoge cuando las lanza al aire para darles la vuelta, el aliento se nos corta por unos instantes, pero ¡ NO SE LE CAE NI UNA AL SUELO!, luego ahí está lo que tanto estábamos esperando  los  “pegaos”  ¡que ricos!
Las tres alrededor del abuelo y de la sartén y otra vez, otro chorreón de aceite, un poco de reposo y vuelta al aire las migas,  de nuevo con nuestro aliento recortado esperando otra tonga de esos deliciosos “pegaos” que desprenden ese olor tan peculiar.
¡Me encantan los recuerdos con sabor y olor!

 

Recuerdos en una cocina



     Yo vengo de una gran familia, cuando digo gran familia es porque en casa somos muchos, tengo cinco hermanas y a la vez mi madre tiene otros tres hermanos.
Cuando nos juntábamos todos, nuestra casa era una fiesta. La cocina era el refugio de toda la familia. Mi madre había hecho de esta habitación el lugar más acogedor de  la casa, allí solía pasar la mayor parte de su tiempo, y nosotros con ella. La cocina se distribuía así:
      Entramos y al fondo está esa acogedora chimenea, donde arden con fuerza los palos en la lumbre desprendiendo calor hogareño. A la izquierda de la entrada se alinean una pared de rústicos muebles donde se destaca la gran hornilla, casi siempre repleta de cazuelas donde la abuela hacía las comidas mas sabrosas. A la derecha de la puerta y cercana a la ventana la flamante espetera con una docena de cazos de porcelana esperando su turno para desarrollar alguna buena receta, y en el centro brillando como una joya está la reluciente almirez. Todo el ajuar de la abuela, recuerdos que ahora han dejado de serlo para ella.
     Mi madre era la mayor de sus hermanos, y había heredado sus costumbres. Ésta le encantaba reunir a todos sus hijos y nietos alrededor de la gran mesa, y todos los domingos y fiestas de guardar, después de misa, todos mis primos y tíos solíamos comer juntos en su casa. Ella, siempre preocupada por si comíamos suficiente y bien.
Llenábamos de luz y alegría la casa de mi abuela, que aunque ya cansada y fatigada por el tiempo no perdonaba estas reuniones.
     Ahora mi madre había ocupado su sitio. La abuela estaba sentada en su vieja mecedora, en sus pies le ronronean dos gatos, ya no quiere cocinar, no entiende el porqué de estas reuniones que la ponen a ella tan nerviosa. Nuestros saludos al llegar eran un momento comprometido para ella.
     -¡Que alegría verte! Les decimos en tono cariñoso mientras le damos un abrazo. Ella nos miraba con cara de no entender y buscaba refugio en la mirada de mi madre que estaba a su lado.
     -¿Por qué viene tanta gente a esta casa y hacen tanto ruido? 
 No me gusta nada el lío que se forma siempre , y esos niños no los aguanto con sus risas estúpidas.Decía con voz angustiada.
     La abuela llevaba ya mucho tiempo sentada en ese sillón viendo los días pasar pero sin sentido alguno, estos días le habían adormecido el alma. No quería saber nada, ni entendía nada.  
Mi madre, cuando veía que se ponía tan nerviosa alrededor de la cocina, le hacía recordar que esos eran sus hijos y sus nietos, pero su mente no llegaba a rememorar nada, solo tenía un gran vacío.
     Anoche mientras todos estábamos cenando  se puso muy nerviosa, decía que  no sabia quienes éramos y que ella no tenia nietos.
     Yo (su nieta pequeña) le cogí su arrugada mano, la apreté junto a la mía y le miré a los ojos, ella a su vez me miró y su boca dibujó una leve sonrisa. Con voz entrecortada me dijo:
     -Por cierto, ¿has comido?
 El silencio se hizo entre las dos, y éste dijo mucho más que ninguna palabra.



martes, 14 de febrero de 2012

UN SUEÑO QUE CUMPLIR.




    Todos estaban en la fila esperando su turno. Cuando yo llegué estaba tan asustado como mis otros compañeros, todos sabíamos que esto era una prueba más y que un pinchazo mas, ya no nos dolía, sabemos que sólo tienes que aguantar la respiración y no pensar. Yo estaba muy cansado y sin esperanzas. Todas las semanas nos encontrábamos los mismos en esa desesperanzadora fila, aunque allí dentro ya éramos todos hermanos, hermanos de hospital los llamaba yo. Todos oíamos las mismas frases, siempre las mismas, como esas canciones que se ponen de moda, sobre todo no te muevas, no respires.

    Aquella mañana fue diferente, en la fila había una nueva persona, su mirada era fría como la escarcha de los campos. La miré y quise tranquilizarla, decirle que esto se pasa, que no tenga miedo porque el miedo y el dolor sólo existen en nuestra mente. Ella me miró con sus grandes ojos y me sonrió con una sonrisa limpia y amplia y me dijo que sabía que todo iría bien, que la vida no siempre era agradable pero que había que vivirla y no desfallecer.
    De pronto me enseñó una gran lección, y me transmitió una sensación de gran serenidad. Desde aquel momento fuimos muy amigos, la estancia en el hospital fue  mucho más amena. Nos reíamos de nosotros mismos de ver nuestras cabezas pelonas, pero eso no nos hacía desfallecer.
Teníamos muchos planes de futuro. Cuando saliéramos de allí, nos iríamos de viaje, a un lugar donde nosotros fuéramos el techo del mundo y poder sentir éste a nuestros pies.
Como todas las mañanas nos encontrábamos en la fila de las inyecciones, pero esa mañana ella no estaba. Todo se me apagó de pronto, no podría soportar de nuevo el hospital sin su presencia. Corrí por los pasillos como si la vida me fuera en ello, mis zuecos volaban, quería llegar a su habitación y verla. Cuando llegué, su cama estaba vacía, la luz entraba con trabajo a  través de la persiana, pero pude ver que ella no estaba. La enfermera corrió  tras de mí, y cuando llegó a la habitación averiguó la desolación en mi cara. 
¡¡Cómo corres!!,  ¡¡Qué fortaleza tienes!!. Marta se la han llevado sus padres y me ha dejado ésta carta para ti. La sangre volvió a fluir por mis venas, abrí la carta y la leí despacio. “Teníamos una cita que cumplir”. 
Nos veríamos cuando los cerezos estuvieran en flor en la parte más alta de nuestra Alpujarra.
Los días transcurrían lentos y aburridos, pero yo tenía un sueño que cumplir, y soñaba con él. A finales del mes de abril salí del hospital y por fin cumpliría mi sueño, acudir a la cita de mi amada. Un domingo de mayo por la mañana, nos citamos en un pequeño pueblo de la Alpujarra donde los cerezos estaban en todo su esplendor, nos encontramos allí, ella estaba muy guapa con su pañuelo en la cabeza y su falda azul. Pasamos el día juntos, viendo las espectaculares vistas y sintiéndonos los reyes del mundo. Nada ni nadie nos podrían robar estas sensaciones, y como dice un compañero mío si crees en los sueños, ellos se crearán.


MARÍA PÉREZ GARCÍA 4/2/2015