sábado, 2 de noviembre de 2013

El destino de una estrella fugaz




         Había una vez una enorme casa situada en medio de un valle. la casa estaba  rodeada de grandes jardines y en medio de ellos había  un bonito lago.

         A mi madre y a mí nos gustaba dar largos paseos en bicicleta, y nos encantaba pasar por allí porque sus caminos eran largos y llanos. Cada viernes por la tarde solíamos hacer juntas esos placenteros paseos.
         En la primavera todo estaba lleno de flores, de vida y de luz, hasta el gran picaporte de cara de león triste que colgaba de la puerta de la mansión, parecía sonreírme cuando pasábamos frente a él. Cuando las hojas se caen y los tonos rojizos envuelven el paisaje, todo parece cambiar incluso la luz parece misteriosa. Una tarde de lluvia decidí pasear yo sola con mi perro Panchi, porque a éste le gustaba la lluvia, le encantaba que las gotas de ésta resbalaran por su largo pelo. Al pasar frente la cara de león triste, Panchi se puso a ladrar y muy nervioso, miré hacia la puerta y vi que el picaporte me hacía señales con sus ojos enrojecidos. Mi boca se quedó abierta al igual que mis ojos. ¡El picaporte me estaba llamando! ¿Estaría soñando?, pero no, la lluvia caía en mi cara y era muy real. Al principio me asusté, pero pronto comprendí que no tenía nada que temer, que era completamente inofensivo, solo quería llamar mi atención y hablar conmigo.. Me acerqué con mucha cautela y pude comprobar que el león triste me estaba pidiendo que me acercara a él. Lo hice con bastante precaución, dando pequeños pasos hacia la enorme puerta y entonces me dijo:
         - Tenía ganas de verte a solas por aquí, porque sólo tú podrás ayudarme, gracias a tu pureza e inocencia.
         - ¿Cómo te puedo ayudar? Le pregunté.
         - Es muy sencillo, solo tienes que acariciarme con tu mano mi colmillo izquierdo. Sólo de esa manera podré despegarme de ésta enorme puerta en la que llevo pegado más de cien años.
         - ¿Pero qué harás tu fuera de tu lugar?
         - Mi sitio está muy lejos de aquí, ¿has oído hablar del carro de estrellas?
Yo formaba parte de él, pero un día tortuoso de lluvia de estrellas y meteoritos, me alejé de ese carro, que es llevado por mis padres y hermanos, y me caí al fondo de este lago. El contacto con el agua hizo que mi rostro se fundiera en un duro metal. Pasé muchos años sumergido en las aguas tranquilas del lago, pero un día un niño me encontró y lejos de ser puro e inocente, hizo que me pegaran a esta puerta para anunciar la llegada de sus comensales. Nunca nadie después a creído en mí, ni siquiera se han fijado en mi existencia, pero mucho menos escucharme como tú lo estás haciendo, por eso me he atrevido a pedirte este favor.
         Sin pensármelo dos veces me acerqué y le toqué su colmillo izquierdo. Nunca  pensé que mis ojos pudieran disfrutar de semejante espectáculo. 
Agarré fuerte a mi perro, la lluvia cesó, las nubes se abrieron y un cielo lleno de estrellas brillaba sobre nuestras cabezas, pero sobre todo seis estrellas que relucían más que las demás. De pronto  del fondo del lago salió una reluciente  escalera  tan larga que se fundía en el infinito. La cara del león ya no era triste, se estaba convirtiendo en un precioso cachorro que corría hasta  esa escalera que lo reclamaba, en mitad del camino se detuvo, miró atrás y me dijo:
         - Desde este momento cuando mires las estrellas yo estaré ahí y velaré por ti, cuando veas una estrella fugaz pide un deseo que yo lo escucharé.
         Vi como alcanzó esa enorme escalera que parecía engullirlo hacia el inmenso cielo. Cuando ya no podía verlo, todo volvió a la normalidad. De nuevo la lluvia mojaba mi cara y mi boca volvía a su posición. Miré la majestuosa puerta y vi que ya no colgaba una cara de león sino una mano de niña, que desde ahora sería la encargada de anunciar la llegada de huéspedes.  Cogí a mi perro y volvimos corriendo a casa, mi madre estaría enfadada porque había tardado mucho. Pensé  en contarle lo ocurrido pero decidí que este sería mi secreto, y lo guardé para siempre en mí.
         Cuando salimos a pasear juntas los viernes por la tarde y pasamos delante de la enorme puerta mi madre me dice:
         -No sé quién habrá quitado el picaporte tan bonito que había y han puesto esta simple mano.
         Yo sonreía y miraba hacia arriba, donde se que ahora hay siete estrellas en el universo que brillan más que ninguna.